Cernunnos nació del pensamiento de un animal salvaje, un ciervo, que camina por las ruinas de una ciudad abandonada. De un boceto en un cuaderno, con la idea de ser un animal sagrado pero a la vez un objeto geométrico, que surge desde su propia piel plegada como un origami de bronce. La piel es la noche, con sus estrellas, verdaderas e inventadas, y se yergue desde las matemáticas para ponerse en pie sin esfuerzo aparente.  Es un armario, una consola. Su vientre tiene puertas y su interior es de piel. Los tiradores son pájaros: hay un bote donde se guardarán las llaves, pero dentro hay un compartimento secreto con una promesa. Las astas son ramas de acero fundido, de un magnolio, donde colgar los gabanes, los sombreros y los sueños.

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Dios creó los sólidos, pero el diablo se encargó de las superficies. 

Desean permanecer en silencio y que no se hable de ellos. Desean hablar por si mismos, por su piel y por su geometría, sin otros sonidos que el del batir de las olas, el viento y la tormenta; El ruido blanco de un arrollo, una bandada de cuervos. La noche.

¿quiénes habitan estos objetos? ¿de dónde vienen? o ¿donde estaban? ¿son de este mundo? ¿vuelven? ¿nos vigilan? ¿nos acechan? ¿nos protegen? ¿son acaso trampas estos muebles, jaulas, cárceles? 

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En la historia los hay de mil formas, tradicionalmente los hay con forma de mano que sujeta una manzana. Es la mano de Eva que recuerda al visitante su condición de “pecador”. Es la manzana traída del paraíso y su portador que reclama entrar en el mundo mortal. Sístole y diástole, contracción y dilatación del corazón que retumba en la puerta pidiendo asilo. En esta ocasión de un exilio del que todos parecemos participar, de un cansancio que nos impulsa a volver al paraíso. Quizás por ello, este pequeño corazón predica este retorno a la felicidad y se puede colocar en el interior de las puertas, para pedir salir en vez de entrar.

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Si pudiésemos acelerar esa secuencia de representaciones, desde el triumphans al dolens, pasando por el patiens, en un tiempo que se extiende desde el siglo V a nuestros días, en cientos de miles de representaciones, Cristo haría una suerte de danza desde lo estático hasta el dolor. Desde el triunfo sobre la muerte a la resignación del final antes de la resurrección.

En esta propuesta, una cuarta forma que no renuncia a la tradición, un cristo imbricatens (superpuesto): a la manera de la conocida paradoja de la superposición cuántica de Schrödinger, el hijo de Dios está vivo y muerto simultáneamente. Presente y ausente a la vez, fallecido y resucitado paralelamente. La pieza muestra una cruz con figura que por un lado es cóncavo, vivo y presente y por el dorso es convexo y ausente en consecuencia. 

Un cristo metafísico que sobre un soporte contemporáneo a modo de trampolín permite orientarse en la sala hacia el centro de la estancia para su mejor visibilidad y colocarse en un sentido u otro según la luz y la ocasión. En la versión translúcida la superposicón es si cabe más evidente tal y como muestran las imágenes.